Hanna Arendt acuñó en 1963, después de presenciar el juicio a Adolph Eichmann, uno de los jerarcas nazis, la expresión «la banalidad del mal» (muy polémica y discutida en su momento), para representar su hipótesis acerca de cómo había ocurrido que tanta gente operara coordinadamente para destruir a otros. En su opinión, lo de banalidad estaba asociado a la irreflexión.
Hacer un mal inmenso no requeriría un odio desmesurado ni una mentalidad sofisticadamente perversa, sino simplemente un contexto apropiado (en aquel caso, orquestado por los nazis) y mucha gente sin capacidad de hacerse preguntas ni reflexionar sobre los propósitos que animaban su manera de actuar. La maldad extrema representada como un fenómeno peligrosamente simple.
En Ciudades+B creemos que es posible cultivar la «banalidad del bien».
Antes de que nos evalúes como personas ingenuas, déjanos explicarnos. Empecemos por establecer que los seres humanos tenemos ciertos sesgos para percibir nuestro entorno. Como lo hemos discutido en los Cuadernos de Colaboración Extrema, no percibimos la realidad directamente, sino que construimos interpretaciones acerca de lo que sucede a nuestro alrededor, a partir de los estímulos que experimentamos, de nuestras creencias preexistentes y de nuestras experiencias previas. Y estamos naturalmente más predispuestos a buscar señales de peligro y atender a aquello que confirma nuestras creencias, que cualquier otra cosa. En parte, de ese mínimo grado de «paranoia» depende, para cualquier mamífero, mantenerse vivo. Por eso mismo, somos más sensibles a aquello que percibimos como malas noticias, o como señales negativas, o como amenazas, que a aquello que percibimos como buenas noticias, señales positivas, u oportunidades. En ese ir filtrando constantemente, vemos la violencia, los gestos egoístas y las mezquindades con más nitidez que los gestos de cortesía, de colaboración o de solidaridad. Somos así por estructura, no es que haya algo malo con eso. Pero eso nos vuelve ciegos y ciegas al hecho de que la mayoría de las personas, sin proponérselo y sin pensar demasiado en ello, tiene una predisposición básica a colaborar y a ayudar a otras. El altruismo se nos hace menos visible, pero si prestamos atención, está más presente y sus acciones son más abundantes que las del egoísmo y la violencia.
Por eso hablamos de la banalidad del bien. No sólo porque «hacer el bien» (con todo lo naíf que eso pueda sonar) sea algo trivial, simple y disponible, sino porque es posible orquestar ambientes donde esa predisposición sea acogida, valorada y amplificada, produciendo como resultado una enorme cantidad de gestos y acciones de colaboración entre personas y organizaciones.
Por lo tanto, lo que tenemos que aprender es a orquestar dichos ambientes. Este es el foco principal de Ciudades+B: las estrategias que permiten promover que miles y hasta millones de personas colaboren en pos de un propósito común y que lo hagan desde esa predisposición que hemos llamado la «banalidad del bien».
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